La nueva Estrategia de Seguridad Nacional (Esen) de Estados Unidos, divulgada hace apenas unos días, marca un giro histórico para México y la región norteamericana. Washington redefine su visión hemisférica y coloca a México en el núcleo de su seguridad nacional.
Al hacerlo, vincula explícitamente su estabilidad interna con la capacidad de México para debilitar a las grandes organizaciones criminales que controlan territorios, procesos electorales y flujos ilícitos en amplias zonas del país.
El cumplimiento de esta responsabilidad resulta esencial para el sostenimiento y expansión de las cadenas productivas que integran económicamente a América del Norte. De modo que el rediseño estratégico planteado en la Esen no parece ser una declaración retórica, sino una invitación –quizá única en nuestra generación– a construir una arquitectura de seguridad subcontinental que esté a la altura de los desafíos compartidos.
La Esen propone actualizar la Doctrina Monroe y presenta como prioridades la consolidación de alianzas que garanticen estabilidad, contengan a las organizaciones criminales transnacionales, gestionen ordenadamente los flujos migratorios, y protejan la competitividad regional frente a potencias rivales.
En su texto aparece el llamado “Corolario Trump”, el cual enfatiza la necesidad de involucrarse más hondamente en la seguridad mexicana para proteger a Estados Unidos. Este señalamiento, en lugar de interpretarse como intromisión, debe entenderse como el reconocimiento de que la seguridad subcontinental depende, cada vez más, de la fortaleza institucional de México.
Ante este escenario, México tiene dos opciones: replegarse en un discurso defensivo o actuar con visión de Estado y convertir la presión externa en un proyecto de transformación nacional. La mejor alternativa, por mucho, es inclinarse por tal transformación, la cual podría cristalizar en un Tratado de Seguridad para América del Norte (TSAN) que articule una cooperación de gran escala entre México, Estados Unidos y Canadá.
La necesidad del TSAN no proviene sólo de la coyuntura actual, sino de una crisis prolongada. En un alto número de entidades federativas, el Estado mexicano ya no ejerce control territorial efectivo. Fuerzas federales entran y salen sin capacidad de imponer orden, mientras grupos como el Cártel de Jalisco Nueva Generación operan como actores armados con presencia nacional. La Esen reconoce esta realidad y considera a los cárteles como amenazas estratégicas, susceptibles de ser enfrentadas mediante instrumentos militares si las circunstancias lo ameritan.
Frente a ello, México tiene la oportunidad –y la responsabilidad– de transformar una relación altamente asimétrica en una arquitectura de corresponsabilidad. Un TSAN permitiría integrar la inteligencia estratégica de los tres países para desmantelar las redes criminales y financieras transfronterizas, profesionalizar corporaciones militares y policiales, así como fiscalías, bajo estándares compartidos y procesos de certificación trilateral; modernizar puertos, fronteras y aduanas con tecnología avanzada (imposible de financiar plenamente desde México), y enfrentar más eficazmente los flujos de armas, precursores químicos y recursos ilícitos que alimentan la violencia.
Lejos de significar subordinación, un TSAN fortalecería la soberanía real del Estado mexicano al dotarlo de capacidades institucionales hoy insuficientes. Como he argumentado en mi propuesta original del TSAN (Nexos, febrero de 2024), México no ha logrado contener la expansión del crimen organizado porque padece una carencia estructural de capacidades coercitivas, forenses y administrativas. Ninguna reforma reciente ha podido cerrar esa brecha. Pero es altamente probable que un TSAN permitiría avanzar con la velocidad y el soporte técnico que exige la magnitud de nuestra crisis institucional.
Para Estados Unidos, la conveniencia de un TSAN es también evidente. Su nueva Esen afirma que la estabilidad hemisférica comienza con un México fuerte y funcional. Ningún muro detendrá el fentanilo; ninguna operación unilateral resolverá nuestra debilidad institucional; ninguna política migratoria será sostenible si México no recupera control sobre sus zonas vulnerables. Un México más estable es, para Washington, una necesidad estratégica. Canadá, integrado por cadenas industriales y afectado también por la expansión criminal, vería en un acuerdo trilateral un ancla de estabilidad regional.
La coincidencia de intereses es excepcional. México necesita reconstruir su Estado; Estados Unidos necesita que México lo logre, y Canadá requiere un corredor norteamericano seguro. Rara vez los incentivos se alinean con tanta claridad. La pregunta es si México tendrá la sabiduría y la audacia para tomar la iniciativa. Si no lo hacemos, el país seguirá atrapado en los ciclos de violencia criminal y la anemia institucional que socavan cotidianamente nuestra vida pública. Si este fuera el caso, Estados Unidos, apoyado en su nueva doctrina estratégica (Esen), actuaría unilateralmente para protegerse.
Pero si México toma la batuta y define el marco de una cooperación equilibrada, este momento puede convertirse en el punto de partida histórico de una América del Norte más segura, más integrada y más próspera. Las grandes transformaciones ocurren cuando los gobernantes se dan cuenta que un porvenir halagüeño para sus países exige, de su parte, moral pública y visión de futuro, imaginación y audacia estratégicas, y una alta capacidad para resistir presiones y orientar la acción colectiva hacia el cambio deseado.

